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¿Quieres curarte?

Esta pregunta que Jesús hizo a un hombre inválido durante treinta y ocho años, es tan profunda como ingenua. "¿Quieres ser curado?"

Jesús fue a un lugar llamado el estanque de Betesda; era un lugar para personas que necesitaban ser sanadas de alguna enfermedad o incapacidad. A este lugar fue Jesús, y consta que se dirigió directamente a un hombre que llevaba treinta y ocho años en el lugar, aparentemente buscando ser sanado.

El protagonista de nuestra historia era paralítico, tenía problemas de movilidad y llevaba allí treinta y ocho años, siempre en busca de curación, pero sin conseguirla nunca. Parecería que un hombre paralítico, necesitado de ayuda para su movilidad, y que se encontraba en este lugar donde se buscaba la curación, estaba ansioso, deseoso y esperanzado de poder obtener algún día la curación que aparentemente ansiaba.

La situación del hombre era trágica, y no es ociosa la conjetura de que Jesús conocía la difícil situación del hombre y su causa. ¿Por qué, entonces, Aquel que tenía el poder de dar a este hombre lo que le había eludido durante tanto tiempo, le preguntó si quería ser curado?

¿Cuál sería tu respuesta si Él te hiciera la misma pregunta con respecto a ese asunto que has combatido durante tanto tiempo, aparentemente buscando una solución?

Hay muchas situaciones en la vida que exigen ayuda, algunas más graves que otras; muy a menudo nos encontramos en apuros que requieren ayuda, liberación, socorro.

En tales circunstancias, nos consideramos personas dispuestas a recibir la ayuda necesaria para salir de ellas. Sin embargo, a menudo permanecemos en la situación, no porque no haya ayuda disponible, sino porque sencillamente no nos permitimos recibir la ayuda que decimos necesitar.

¿Te has preguntado por qué el hombre de la piscina no pudo meterse en el agua en treinta y ocho años... más de los que muchos de nosotros hemos vivido?

¿Era quizá porque había algo en ese lugar que había aceptado como normal y que no estaba dispuesto a abandonar?

Habiendo estado allí tanto tiempo, ¿había adquirido derechos en el lugar, incluido el respeto y la consideración que de otro modo no habría recibido en su propia casa?

¿Cómo se alimentaba? Sería difícil esperar que los miembros de su familia le enviaran comida todos los días durante tanto tiempo; entonces, ¿cómo satisfacía sus ansias de hambre física? ¿Acaso los enfermos más recientes que acudían con comida la compartían de buen grado y él no tenía que trabajar para conseguirla?

Nunca sabremos por qué Jesús encontró necesario preguntar a este hombre aparentemente frustrado y desesperado si realmente quería un cambio en sus circunstancias.

¿Puedo preguntarle si realmente desea un cambio en las circunstancias por las que llora cada día, o tal vez se queja de ellas aunque en el fondo las ha aceptado, y casi teme perder la seguridad que esa situación le ha proporcionado?

Si queremos recibir la solución que profesamos desear, es hora de reflexionar y autoevaluarnos y atrevernos a responder por qué permanecemos en situaciones por las que gemimos pero de las que no parecemos deseosos de desprendernos.

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